miércoles, 4 de febrero de 2015

Tardes de Clase (2)

Se puede decir que el día de hoy estaba más acorde con la fecha.

Nubarrones se cernían sobre las montañas y parecía que querían entrar por la ventana. El viento soplaba fuerte, entrando por las rendijas de las ventanas que nos rodeaban en nuestra jaula; soplaba tan fuerte y por tantas rendijas que, cada vez que soplaba, formaba una especie de sinfonía, una sinfonía desordenada, como si el director de la orquestra estuviera borracho.

El profesor entró por la puerta, no había estado fotocopiando, pero llevaba de nuevo un fajo de folios bajo un brazo. Y bajo la otra de nueva llevaba la caja negra de madera. La sujetaba con fuerza y la caja estaba sentado en el arco que formaba su brazo con una omnisciencia que intimidaba. Hoy parecía haber oscurecido tres tonos. Pero quizás solo es mi imaginación.

El profesor saca un rotulador negro de su bolsillo y empieza a escribir la fecha en la pizarra. Mecánicamente nosotros sacamos un lápiz y nuestras libretas para copiarlo el silencio, todo el mundo echando miradas a la caja cuando podía todo el mundo dejando sonar la sinfonía de la orquestra borracha del viento.

“Hoy no copiamos, vamos a quitarnos esa obsesión” dijo el profesor con una solemnidad que daba que pensar. Una solemnidad que nos hizo preguntar, no que habíamos hecho mal, si no quien había hecho el mal, ¿él o nosotros? Terminó de escribir la fecha en la pizarra y se sentó en la mesa. A un lado la caja, más negra que las nubes de las montañas; y al otro lado, la pila de papeles. Todos sabíamos ya que era la pila. Y todos nos llenamos del miedo y la adrenalina que solo una pila de folios así sabe provocar. El profesor se limitó a mirarnos. Abría la boca como si quisiera decir algo pero las palabras se le escapaban con el viento. Nosotros nos limitamos a mirarlo, nadie sabía si debería decir algo, nadie levantaba la mano. La situación estaría tranquila de no ser por la adrenalina y su banda sonora acompañante.

Todos esperábamos la bronca, todos esperábamos que nos iba a decir lo que se suele decir. Lo habíamos experimentado mil veces, habíamos visto como el profesor al que no le gusta su trabajo chilla a sus alumnos cuando esto pasa, como si chillar iba a solucionar algo, como si chillar fuese una herramienta motivadora. El profesor que se cree rey y nos trata como sus feudos, como campesinos que niegan trabajar, siempre inferior a él, y que solo aprendemos a base de latigazos. Así recibiría ese profesor su sueldo y viviría en su trono pensando en lo que pudo haber sido.

Nuestro profesor, sin embargo, se levantó y nos preguntó, después de un suspiro: ¿Qué ha pasado chicos? Nadie supo que contestar, el suspiro nos hizo saber que habíamos decepcionado al profesor, pero la preguntó nos informó de que, quizás, no fuera nuestra culpa. Teníamos la oportunidad para explicarnos, de decirle por qué había pasado esto, de explicarle el porqué de los nubarrones que se abalanzaban sobre nosotros. Pero nadie habló. Dejamos que el tumulto de los instrumentos de viento se explicara por nosotros. Podrías, como lector, interpretar nuestro silencio como un silencio cobarde, como un que esconde su culpabilidad ante un juez que le pide que aclare su acusación. Pero más bien fue un silencio honesto. Todos sabíamos quienes habían sido los culpables de la situación en la que nos encontrábamos. Todos sabíamos que cualquier cosa que soltábamos por la boca en estos momentos para intentar defendernos sería incierto y patético. Éramos los culpables, y como el acusado interrogado por el juez, nos callamos aceptando la responsabilidad de nuestros actos.

El profesor sonrió, no podría decir por que, hasta que empezó a repartir los exámenes de la pila.

Todos cincos. Cincos que nos dieron la felicidad que da un grano de azúcar, una dulzura incomparable que se derrite en cuestión de segundos al entrar en contacto con la saliva. Todos miramos hacía el profesor entendiéndolo. Éramos capaces de más. Las nubes negras no eran nuestra culpa, las nubes negras éramos nosotros, que nos cerníamos sobre una sociedad implantada que no esperaban la lluvia que nosotros éramos capaces de soltar.

Somos el cambio, solo faltaba nuestro trueno y nuestros relámpagos, pero nosotros somos los que estábamos dispuestos a llover en su día soleado.


La clase terminó. El viento había parado y la lluvia goteaba en las ventanas. El silencio y la sensación de un propósito nuevo llenaban el aula mientras cogíamos nuestras cosas. El profesor cogió la caja, con un esfuerzo visiblemente mayor que la última vez. Lo miró y esta vez sonrió. La caja parecía haberse iluminado algo. Pero bueno, lo mismo era mi imaginación. 


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